La imagen del señor con barba me hace pensar que el señor es un anciano de algún país del tercer mundo, más concretamente del sureste de Asia, y diría que de la India. Es un hombre anciano que ha sufrido, podemos ver el dolor a través de sus ojos, sus arrugas, su cara. Pero aún así el hombre se mantiene feliz y positivo y afronta la vida como le viene.
1ª imagen: ella ya no está. Durante mucho tiempo había luchado contra el olvido, pero, al final, este había terminado por llevársela. Ni siquiera su mejor amigo, el viejo álbum de fotos, pudo hacer que ella se quedase entre nosotros, que recordase nuestras caras y nuestros nombres.
Hoy miro con nostalgia aquel rincón de la vieja casa, pero ya no la encuentro a ella, solo una mecedora, un álbum y una manta. Una mecedora que ya no se mece más; un álbum de fotos al que ya no se le añadirán más fotos; una manta que no ya resguardará del frío. Solo me queda sentarme e intentar recordarla, antes de que el olvido venga también a por mí.
Imagen 2, el hombre. Mírame a los ojos. Si una vez fui marinero y mi piel morena la tiñó el sol, si una vez mis negros cabellos se empaparon de la salada agua, abundante en espuma, o si mis brazos musculados trajeron sobre la barca a los habitantes del reino marino, no será mi rostro quien te cuente mi historia, todo hombre está destinado a deteriorarse. Mira pues a mis ojos. Verás en ellos el color del mar, el olor de las olas, el cantar de las gaviotas y la fuerza de la libertad. Muérame ahora en este mismo instante, no seré otra cosa que un alma más. Pero el mar, querido amigo, el mar nunca perecerá.
Foto 2: Y así fue como pasaron los años, y así fue como te busqué por los teatros. Quise pintar un basto poema con tu sangre, un poema que cubriera todos los árboles. Quise pintarte los mapas invisibles de la lluvia sobre tus hombros. Me entran ganas de ser tus sueños llenos de lluvia. Marearme en tus noches. Marearme en cada una de las letras de tu nombre. Escribir tu nombre con mis manos en el espejo sucio de algún bar. Me dan ganas de ser el olor de tus pantalones un domingo. Me dan ganas de no dormir nunca. Marearme en la lluvia. Pintarte una gran tormenta que sacuda tus días y los míos. Quise que me enseñaras los orígenes del mundo. Quise caminar sobre copos de algodón pero ahora mis pies se hunden. Se hunden al fondo de este pantano oscuro que son mis días. . Me arrastro de manera inevitable hacia los vientos salvajes. Ya soy viejo, ya se me ha pasado la vida. Ya estoy en la calle, solo. Ya solo soy arrugas barba. Ya no tengo casa. Ya eres solo un recuerdo.
1ª imagen: Toda mi familia ha pasado por esta habitación. Cuatro mismas paredes para más de 8 personas diferentes. Todos hemos sido arropados en las sábanas de esa vieja cama, todos hemos mirado al patio interior a través de la ventana de guillotina y hemos querido jugar saliendo por ella. También hay un espejo, un espejo en el que me daba miedo mirarme cuando era pequeño porque su cristal estaba rajado y mi apariencia era doble y siniestra. Qué recuerdos de tantas mañanas y tardes jugando, saltando y bailando con la silla de la abuela, la mecedora. Todo eso es un recuerdo dorado pero ahora el color es otro; gris. El fuego lo dejó todo así.
Una fotógrafa captó el rostro de un bráhmana tras alcanzar el nirvana. Su lugar de meditación había sido un árbol situado en un pueblo a las afueras de Hyderabad que ahora se ha convertido en el lugar predilecto de sus gentes. El hombre es ahora una persona impertérrita querida por todos a la que no le importa serlo.
Había una silla bastante vieja entre todos los bártulos que había ido coleccionando mi abuelo a lo largo de su vida, la cual me recordaba —gratamente— a los balancines del parque. No es que la vida diera muchas vueltas, sino que funcionaba de forma pendular, yendo y viniendo de lugares ubicuos, de momentos eternos. En el fondo, aunque físicamente nos pareciera otra cosa, nos quedábamos en el mismo lugar siendo azotados por las inclementes marejadas.
Aunque él era más hombre de tierra que de mar. Jamás fue marinero, pero no le costaba navegar por los húmedos surcos de la tierra, haciendo equilibrios para hacer crecer la vida. De niño pensaba que era un demiurgo, un precursor de la flora; y muy a mi pesar no era sino un volatinero de la agricultura.
La imagen de la silla es la presencia simbólica de la persona ausente. Me hace pensar en todos los momentos que la dueña de la silla pasó en ese pequeño espacio que no era más que suyo. Coser, leer, dormir, acurrucarse, etc. eran las actividades más realizadas por la persona que nunca volverá a sentarse en su silla.
Te has ido y no te he dicho "adiós". ¿Cómo puedes soportarlo? Y, ¿cómo voy a soportarlo yo? Tu silencio, pero sobre todo el mío. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós, abuelo!
La mecedora ya no se mueve, no veas que estruendo. La manta huele a ti. A ti, abuelo.
Detrás de esos ojos se proyecta el sufrimiento vivido durante 60 años, tras la guerra, el hambre y muchos seres queridos dejados por el camino. Se encuentra solo, pero es feliz porque todavía le queda la esperanza de ver cambiar el mundo que nos rodea.
En esa silla se solía sentar mi abuela. Tras desayunar, cogía un libro y sus gafas y no se movía de ahí hasta la hora de comer. Después de comer, volvía a la silla. Así hasta la hora de cenar. Hacía lo mismo de lunes a sábado, y los domingos iba a misa. No le gustaba ver la televisión. Salvo cuando iba a hacer la compra o al médico, ella estaba sentada en esa silla. Puede parecer que era una vida muy aburrida, pero ella era feliz así. Sin embargo, llegó el día en el que no podría volver a sentarse porque tenía que ir en su propia silla.
Sesenta y siete veranos pliegan la historia de Behar Flamur. El recuerdo de su tierra brilla cuando el sol habla en su rostro, agita la ceniza entre los labios cuarteados. Behar cultivaba mandarinas en el pequeño pueblo de Omaraj antes de que llegaran los que se llamaban salvadores: OTAN. Los ojos de Behar huelen todavía las mandarinas maduras recién reventadas por neumáticos y botas que calzaba el violento, aquel que ahora es amigo del bien vestido de ciudad. Ciudad. Al cemento arrastraron a Behar, y solo el recuerdo lo aferra, tenso de un miserable hilo sobre el quieto olvido. Aquellas mandarinas ahorcadas en la sombra de su árbol. Y los leves vestidos con los que amortaja el verano los campos a finales de septiembre.
El sillón de mimbre. Marchamos. Hemos vendido la casa, o mejor dicho nuestro hogar vacacional. La casa del pueblo siempre ha representado motivo de alegría para mi familia. Y a mi, si la recuerdo, se me llena la boca de comidas, cenas, paseos, fiestas, baños en la piscina, amigos y fiestas que han construido innumerables recuerdos en mi memoria. Todo se ha modernizado; la estúpida edificación ha hecho que aquel pequeño lugar se haya convertido en un conjunto de calles en las que reina el tráfico. La casa del pueblo ya es pasado. Y pasado se ha vuelto también el inmobiliario que lo componía.
Primera imagen: Aún se oyen los crujidos de la mecedora, pero no se descifra su mensaje. Tal vez añora a su dueña con moño. Ella se cansó de leer, su vista anciana y cansada ya no recorrerá las palabras de aquella novela de amor barata. Puede que la mecedora se lamente de su marcha o tal vez sus crujidos sean de felicidad por liberarse del peso de la señora. Solo la manta puede entenderla, mientras la arropa con sus fibras sintéticas desgastadas.
Segunda imagen: Su barba nos cuenta muchas historias sobre él. Le encanta el café, los puros habanos. O le encataban. Ahora no alcanza a pagar facturas, ropa, ni siquiera un café solo. Y solo pasas los días solo, sin dejar que las patas de gallo desaparezcan, pues su sonrisa mira con extrañeza la apresurada vida de los que caminan a su alrededor sin prestarle atención.
Tiene una mano extendida. Tiembla, de cansancio, de frío...tal vez de algo más. Y así su vida pasa...y pesa.
Primera imagen: Una leve luz entre la polvareda. Hoy he levantado la mirada de mi ombligo y el mapa me ha llevado a un lugar donde desde hace años, la vida no vale nada. A nadie le importa si mueren allí o como animales en alguna de nuestras fronteras europeas atravesados por el frío; un frio que ya no les abandonará: la guerra los convirtió en hielo. Millones de vidas, como la de Khaled, que se han paralizado para siempre. Han pasado dos años desde que él, médico de familia en la ciudad de Damasco, ya no entra por las puertas del hospital como solía hacerlo. No queda nada de aquel edificio, ni ningún lugar del país en el que alguien no necesite atención médica. Toda una vida dedicada a salvar vidas no le ha sido suficiente para evitar el cruel destino que una bala ha escrito en el pecho de su nieto. Tampoco pudo salvar la visión de su hijo, la tierra que levantan las bombas le ha destrozado la retina. Un regaló, quizá, el poder vivir a oscuras ante el horror. Que se lo digan a su padre, su mirada ya no brilla como antes, sus ojos han visionado demasiada inhumanidad. Pero hoy, la vida le da un motivo para sonreír tímidamente, algo que pensó que nunca más haría: su hija, a quien creía muerta, grita su nombre desde el otro lado de los escombros.
La imagen del señor con barba me hace pensar que el señor es un anciano de algún país del tercer mundo, más concretamente del sureste de Asia, y diría que de la India. Es un hombre anciano que ha sufrido, podemos ver el dolor a través de sus ojos, sus arrugas, su cara. Pero aún así el hombre se mantiene feliz y positivo y afronta la vida como le viene.
ResponderEliminar1ª imagen: ella ya no está. Durante mucho tiempo había luchado contra el olvido, pero, al final, este había terminado por llevársela. Ni siquiera su mejor amigo, el viejo álbum de fotos, pudo hacer que ella se quedase entre nosotros, que recordase nuestras caras y nuestros nombres.
ResponderEliminarHoy miro con nostalgia aquel rincón de la vieja casa, pero ya no la encuentro a ella, solo una mecedora, un álbum y una manta. Una mecedora que ya no se mece más; un álbum de fotos al que ya no se le añadirán más fotos; una manta que no ya resguardará del frío. Solo me queda sentarme e intentar recordarla, antes de que el olvido venga también a por mí.
Imagen 2, el hombre.
ResponderEliminarMírame a los ojos. Si una vez fui marinero y mi piel morena la tiñó el sol, si una vez mis negros cabellos se empaparon de la salada agua, abundante en espuma, o si mis brazos musculados trajeron sobre la barca a los habitantes del reino marino, no será mi rostro quien te cuente mi historia, todo hombre está destinado a deteriorarse. Mira pues a mis ojos. Verás en ellos el color del mar, el olor de las olas, el cantar de las gaviotas y la fuerza de la libertad. Muérame ahora en este mismo instante, no seré otra cosa que un alma más. Pero el mar, querido amigo, el mar nunca perecerá.
Foto 2:
ResponderEliminarY así fue como pasaron los años, y así fue como te busqué por los teatros. Quise pintar un basto poema con tu sangre, un poema que cubriera todos los árboles. Quise pintarte los mapas invisibles de la lluvia sobre tus hombros.
Me entran ganas de ser tus sueños llenos de lluvia. Marearme en tus noches. Marearme en cada una de las letras de tu nombre. Escribir tu nombre con mis manos en el espejo sucio de algún bar. Me dan ganas de ser el olor de tus pantalones un domingo. Me dan ganas de no dormir nunca. Marearme en la lluvia. Pintarte una gran tormenta que sacuda tus días y los míos.
Quise que me enseñaras los orígenes del mundo. Quise caminar sobre copos de algodón pero ahora mis pies se hunden. Se hunden al fondo de este pantano oscuro que son mis días. . Me arrastro de manera inevitable hacia los vientos salvajes. Ya soy viejo, ya se me ha pasado la vida. Ya estoy en la calle, solo. Ya solo soy arrugas barba. Ya no tengo casa. Ya eres solo un recuerdo.
Ianire.
1ª imagen: Toda mi familia ha pasado por esta habitación. Cuatro mismas paredes para más de 8 personas diferentes. Todos hemos sido arropados en las sábanas de esa vieja cama, todos hemos mirado al patio interior a través de la ventana de guillotina y hemos querido jugar saliendo por ella.
ResponderEliminarTambién hay un espejo, un espejo en el que me daba miedo mirarme cuando era pequeño porque su cristal estaba rajado y mi apariencia era doble y siniestra. Qué recuerdos de tantas mañanas y tardes jugando, saltando y bailando con la silla de la abuela, la mecedora.
Todo eso es un recuerdo dorado pero ahora el color es otro; gris. El fuego lo dejó todo así.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUna fotógrafa captó el rostro de un bráhmana tras alcanzar el nirvana. Su lugar de meditación había sido un árbol situado en un pueblo a las afueras de Hyderabad que ahora se ha convertido en el lugar predilecto de sus gentes. El hombre es ahora una persona impertérrita querida por todos a la que no le importa serlo.
ResponderEliminarPrimera imagen: "La silla del abuelo"
ResponderEliminarHabía una silla bastante vieja entre todos los bártulos que había ido coleccionando mi abuelo a lo largo de su vida, la cual me recordaba —gratamente— a los balancines del parque. No es que la vida diera muchas vueltas, sino que funcionaba de forma pendular, yendo y viniendo de lugares ubicuos, de momentos eternos. En el fondo, aunque físicamente nos pareciera otra cosa, nos quedábamos en el mismo lugar siendo azotados por las inclementes marejadas.
Aunque él era más hombre de tierra que de mar. Jamás fue marinero, pero no le costaba navegar por los húmedos surcos de la tierra, haciendo equilibrios para hacer crecer la vida. De niño pensaba que era un demiurgo, un precursor de la flora; y muy a mi pesar no era sino un volatinero de la agricultura.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLa imagen de la silla es la presencia simbólica de la persona ausente. Me hace pensar en todos los momentos que la dueña de la silla pasó en ese pequeño espacio que no era más que suyo. Coser, leer, dormir, acurrucarse, etc. eran las actividades más realizadas por la persona que nunca volverá a sentarse en su silla.
ResponderEliminarPrimera imagen
ResponderEliminarTe has ido y no te he dicho "adiós".
¿Cómo puedes soportarlo?
Y, ¿cómo voy a soportarlo yo?
Tu silencio, pero sobre todo el mío.
¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós, abuelo!
La mecedora ya no se mueve, no veas que estruendo.
La manta huele a ti. A ti, abuelo.
Hola.
Foto 2:
ResponderEliminarDetrás de esos ojos se proyecta el sufrimiento vivido durante 60 años, tras la guerra, el hambre y muchos seres queridos dejados por el camino. Se encuentra solo, pero es feliz porque todavía le queda la esperanza de ver cambiar el mundo que nos rodea.
En esa silla se solía sentar mi abuela. Tras desayunar, cogía un libro y sus gafas y no se movía de ahí hasta la hora de comer. Después de comer, volvía a la silla. Así hasta la hora de cenar. Hacía lo mismo de lunes a sábado, y los domingos iba a misa. No le gustaba ver la televisión. Salvo cuando iba a hacer la compra o al médico, ella estaba sentada en esa silla. Puede parecer que era una vida muy aburrida, pero ella era feliz así. Sin embargo, llegó el día en el que no podría volver a sentarse porque tenía que ir en su propia silla.
ResponderEliminarFoto 2
ResponderEliminarSesenta y siete veranos pliegan la historia de Behar Flamur. El recuerdo de su tierra brilla cuando el sol habla en su rostro, agita la ceniza entre los labios cuarteados. Behar cultivaba mandarinas en el pequeño pueblo de Omaraj antes de que llegaran los que se llamaban salvadores: OTAN. Los ojos de Behar huelen todavía las mandarinas maduras recién reventadas por neumáticos y botas que calzaba el violento, aquel que ahora es amigo del bien vestido de ciudad. Ciudad. Al cemento arrastraron a Behar, y solo el recuerdo lo aferra, tenso de un miserable hilo sobre el quieto olvido. Aquellas mandarinas ahorcadas en la sombra de su árbol. Y los leves vestidos con los que amortaja el verano los campos a finales de septiembre.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEl sillón de mimbre.
ResponderEliminarMarchamos. Hemos vendido la casa, o mejor dicho nuestro hogar vacacional. La casa del pueblo siempre ha representado motivo de alegría para mi familia. Y a mi, si la recuerdo, se me llena la boca de comidas, cenas, paseos, fiestas, baños en la piscina, amigos y fiestas que han construido innumerables recuerdos en mi memoria. Todo se ha modernizado; la estúpida edificación ha hecho que aquel pequeño lugar se haya convertido en un conjunto de calles en las que reina el tráfico. La casa del pueblo ya es pasado. Y pasado se ha vuelto también el inmobiliario que lo componía.
Primera imagen:
ResponderEliminarAún se oyen los crujidos de la mecedora, pero no se descifra su mensaje. Tal vez añora a su dueña con moño. Ella se cansó de leer, su vista anciana y cansada ya no recorrerá las palabras de aquella novela de amor barata. Puede que la mecedora se lamente de su marcha o tal vez sus crujidos sean de felicidad por liberarse del peso de la señora. Solo la manta puede entenderla, mientras la arropa con sus fibras sintéticas desgastadas.
Segunda imagen:
Su barba nos cuenta muchas historias sobre él. Le encanta el café, los puros habanos. O le encataban. Ahora no alcanza a pagar facturas, ropa, ni siquiera un café solo. Y solo pasas los días solo, sin dejar que las patas de gallo desaparezcan, pues su sonrisa mira con extrañeza la apresurada vida de los que caminan a su alrededor sin prestarle atención.
Tiene una mano extendida. Tiembla, de cansancio, de frío...tal vez de algo más. Y así su vida pasa...y pesa.
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ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPrimera imagen: Una leve luz entre la polvareda.
ResponderEliminarHoy he levantado la mirada de mi ombligo y el mapa me ha llevado a un lugar donde desde hace años, la vida no vale nada. A nadie le importa si mueren allí o como animales en alguna de nuestras fronteras europeas atravesados por el frío; un frio que ya no les abandonará: la guerra los convirtió en hielo. Millones de vidas, como la de Khaled, que se han paralizado para siempre. Han pasado dos años desde que él, médico de familia en la ciudad de Damasco, ya no entra por las puertas del hospital como solía hacerlo. No queda nada de aquel edificio, ni ningún lugar del país en el que alguien no necesite atención médica. Toda una vida dedicada a salvar vidas no le ha sido suficiente para evitar el cruel destino que una bala ha escrito en el pecho de su nieto. Tampoco pudo salvar la visión de su hijo, la tierra que levantan las bombas le ha destrozado la retina. Un regaló, quizá, el poder vivir a oscuras ante el horror. Que se lo digan a su padre, su mirada ya no brilla como antes, sus ojos han visionado demasiada inhumanidad. Pero hoy, la vida le da un motivo para sonreír tímidamente, algo que pensó que nunca más haría: su hija, a quien creía muerta, grita su nombre desde el otro lado de los escombros.